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EL GUIA TUS PASOS

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Dios ha llamado a todos los creyentes a una vida santa. No hay excepción alguna a este llamado. No es un llamado dirigido únicamente a los pastores, a los misioneros, y a unos cuantos maestros de Escuela Dominical que se han consagrado a esta tarea. Todos los creyentes en todas partes, sean ricos o pobres, cultos o incultos, influyentes o totalmente desconocidos, son llamados a ser santos. El plomero creyente y el banquero creyente, la ignorada ama de casa y el poderoso jefe de estado han sido todos por igual llamados a ser santos.
Este llamado a la vida santa se basa en el hecho de que Dios mismo es santo. Porque Dios es santo, exige que nosotros también seamos santos. Muchos cristianos tienen lo que podríamos llamar una “santidad cultural”. Se adaptan al carácter y al esquema de comportamiento de los creyentes que los rodean. Si la cultura cristiana que los rodea es más o menos santa, dichas personas son más o menos santas también. Pero Dios no nos ha llamado a ser como los que nos rodean. Nos ha llamado a ser como él mismo es. La santidad consiste en nada menos que la conformidad con el carácter de Dios.
Tal como se la usa en las Escrituras, la palabra santidad describe tanto la majestad de Dios como la pureza y la perfección moral de su naturaleza. La santidad es uno de los atributos divinos; es decir, la santidad constituye parte esencial de la naturaleza de Dios. Su santidad es tan necesaria como su existencia, o tan necesaria, por ejemplo, como su sabiduría o su omnisciencia. Así como no puede evitar de saber lo recto, tampoco puede evitar de hacer lo que es recto.
Nosotros mismos no siempre sabemos lo que es recto, lo que es justo y bueno. Hay veces que nos resulta penoso resolver cuestiones que tienen connotaciones morales.
“¿Qué es lo que corresponde hacer?” nos preguntamos. Dios, naturalmente, jamás se encuentra ante semejante dilema. Su conocimiento perfecto excluye cualquier incertidumbre sobre lo que está bien o lo que está mal.
Pero a veces, aun cuando sabemos lo que tenemos que hacer, nos sentimos reacios a obrar. La acción buena puede requerir sacrificio, o puede obrar como un golpe a nuestro orgullo (por ejemplo, cuando sabemos que debemos confesarle a alguien un pecado), o plantear algún otro obstáculo. Pero esto tampoco es aplicable en el caso de Dios. Dios jamás vacila. Siempre hace lo que es justo y bueno sin la menor vacilación. Le resulta imposible, dada su misma naturaleza, obrar de otro modo.
La santidad de Dios, por lo tanto, significa que está perfectamente libre de todo mal. Decimos que una prenda de vestir está limpia cuando está libre de manchas, o que el oro es puro cuando ha sido refinado y se le ha quitado toda la escoria. De este modo podemos pensar en la santidad de Dios como la ausencia total de maldad en él. Juan dijo: “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5). La luz y las tinieblas, cuando se las emplea de esta manera en las Escrituras, tienen significación moral. Juan nos está diciendo que Dios está completamente libre de todo mal moral, y que él mismo constituye la esencia de la pureza moral.
La santidad de Dios incluye también su perfecta conformidad con su propio carácter divino. Es decir, todos sus pensamientos y toda su acción son consecuentes con su santo carácter. Por contraste, consideremos nuestra propia vida. Con el tiempo, a medida que vamos madurando en la vida cristiana, vamos desarrollando un cierto grado de carácter cristiano. Mejoramos en aspectos tales como aprender a decir la verdad, como también en pureza y humildad. Pero no siempre obramos en forma consecuente con nuestro carácter. Decimos una mentira o nos dejamos llevar por una serie de pensamientos impuros. Luego nos sentimos afligidos con nosotros mismos por dichas acciones o pensamientos, porque son incompatibles con nuestro carácter. Esto es algo que nunca le ocurre a Dios. Dios obra invariablemente de conformidad con su carácter santo. Y es justamente a este nivel de santidad al que nos ha llamado Dios cuando dice: “Sed santos, porque yo soy santo.”
La santidad absoluta de Dios debe servimos de gran consuelo y seguridad. Si Dios es perfectamente santo, luego podemos confiar en que sus acciones para nosotros han de ser siempre perfectas y justas.
A menudo nos sentimos tentados a cuestionar las acciones de Dios, y a quejarnos de que nos trata injustamente. Pero esta es una mentira del diablo, la misma que utilizó en el caso de Eva. Esencialmente lo que le dijo fue: “Dios te está tratando injustamente” (Génesis 3:4,5). Pero es imposible, por la propia naturaleza de Dios, que El alguna vez obre injustamente. Dado que es santo, todas sus acciones son santas.
Tenemos que aceptar por fe el hecho de que Dios es santo, aun cuando las circunstancias adversas pudieran sugerir lo contrario. Quejarnos contra Dios es, en efecto, negar su santidad y afirmar que Dios es injusto.
En el siglo diecisiete Stephen Charnock escribió: “Es menos injurioso para Dios negar su existencia, que negar la pureza de su ser; lo primero hace que no sea Dios, lo segundo lo convierte en un Dios deformado, carente de amor y detestable. . . el que dice que Dios no es santo, dice algo mucho peor que el que dice que no hay Dios.”
Una de las formas en que hemos de alabar a Dios es reconociendo su santidad. Según la visión del cielo que tuvo Juan y que se describe en Apocalipsis 4, los cuatro seres vivientes que rodean el trono de Dios jamás cesan de exclamar: “Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir” (Apocalipsis 4:8). Los serafines en la visión que tuvo Isaías de la gloria de Dios también expresaron esta triple atribución de santidad a Dios (Isaías 6:3). Cuando Moisés elevó una plegaria de alabanza a Dios por la liberación de los israelitas frente al ejército de Faraón, también cantó a la santidad divina:
“¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses?
¿Quién como tú, magnífico en santidad, Terrible en maravillosas
hazañas, hacedor de prodigios?”
(Éxodo 15:11)
En las Escrituras con frecuencia se nombra a Dios como el Santo, o el Santo de Israel. La palabra santo, según Stephen Charnock, se usa con más frecuencia delante del nombre de Dios que todos los demás atributos. La santidad es la corona de Dios. Imaginemos por un momento que Dios poseyese omnipotencia (poder infinito), omnisciencia (conocimiento perfecto y completo), y omnipresencia (facultad de estar presente en todas partes), pero sin santidad absoluta. Un ser de esa naturaleza no podría ser descrito como Dios. La santidad es la perfección de todos los demás atributos divinos: su poder es poder santo, su misericordia es misericordia santa, su sabiduría es sabiduría santa. Es su santidad, más que ningún otro atributo, lo que lo hace digno de nuestra alabanza.
Pero Dios exige más que el reconocimiento de su santidad. Nos dice: “Sed santos, porque yo soy santo.” Con toda justicia Dios les exige santidad perfecta a todas las criaturas dotadas de carácter moral. No podría ser de otro modo. Dios no podría ignorar, y menos aprobar, ninguna acción mala. No puede ni por un momento rebajar el nivel de la santidad perfecta. Más bien nos tiene que decir, como en efecto lo dice: “Sed…santos en toda vuestra manera de vivir.” El profeta Habacuc declaró: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio (la iniquidad — VP)” (Habacuc 1:13). En razón de que Dios es santo, no puede justificar ni pasar por alto ningún pecado nuestro, por pequeño que éste sea.
A veces tratamos de justificar ante Dios alguna acción que nuestra propia conciencia pone en tela de juicio. Pero si realmente comprendemos lo que representa la santidad perfecta de Dios, tanto en sí mismo como en lo que nos exige a nosotros, veremos en seguida que jamás podremos justificar ante él la más mínima desviación con respecto a su perfecta voluntad. Dios no acepta una excusa como la siguiente: “Y bueno. . . así soy yo”, como tampoco la afirmación algo más optimista: “Pues, es un aspecto de la vida en el que todavía estoy aprendiendo.”
Decididamente, no: la santidad de Dios no admite la más mínima falla o defecto en nuestro carácter personal. Haríamos bien los creyentes, aun cuando somos justificados únicamente en mérito a la justicia de Cristo, en considerar atentamente las palabras del escritor de la Epístola a los Hebreos: “Procuren. . . llevar una vida santa; pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor” (Hebreos 12:14, VP).
Siendo así que Dios es santo; El no puede nunca tentarnos a pecar. “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie” (Santiago 1:13). Probablemente a nadie se le va a ocurrir pensar que Dios se ocupe activamente en hacernos pecar; pero podemos estimar que nos ha colocado en una situación en la que no tenemos elección alguna.
El rey Saúl sintió algo parecido cuando encaró su primera campaña grande contra los filisteos (1 Samuel 13). Antes de entrar en batalla, Saúl debía esperar durante siete días a que llegara Samuel, el profeta, a ofrecer un holocausto e implorar el favor del Señor. Saúl esperó a Samuel los siete días.
Cuando no apareció, se comenzó a preocupar y resolvió ofrecer él mismo el holocausto. Le pareció que no había alternativa. El pueblo que estaba con Saúl tenía miedo y había comenzado a desertar; los filisteos se preparaban para la batalla; Samuel ya tenía que haber llegado. ¡Había que hacer algo! Dios lo había colocado en una situación en la que no podía elegir otra cosa, al parecer, sino desobedecer las expresas instrucciones divinas. Mas por haber desobedecido la expresa voluntad de Dios, Saúl perdió el reino (1 Samuel 13:13, 14).
¿Y nosotros? ¿Pensamos a veces que no nos queda otro remedio que ocultar la verdad en parte, o realizar algún acto ligeramente deshonesto?
Cuando razonamos así, en realidad estamos diciendo que Dios nos está tentando a pecar, que nos ha colocado en una posición o situación en la que no tenemos alternativa alguna.
Las personas que tienen que estar sujetas a la autoridad de otros, a veces son particularmente vulnerables a esta tentación. Los que cumplen funciones como capataces o supervisores, a menudo presionan a los que están a sus órdenes a que cometan actos deshonestos o reñidos con la ética. Siendo oficial principiante en la marina, tuve que enfrentar una situación así yo mismo. A cambio de unos cuantos kilos de café entregados a ciertas personas, nuestro barco podía obtener “gratis” toda clase de elementos valiosos que hacían falta a bordo. “Después de todo”, se decía, “pertenecen a la marina en cualquier caso.” Al fin tuve que ponerme firme ante mi superior, haciendo peligrar mi carrera naval, y explicarle que yo no podía tomar parte en esas actividades.
Por cuanto Dios es santo, aborrece el pecado. La palabra aborrecer es tan fuerte que no nos gusta usarla. Reprendemos a los chicos cuando nos dicen que odian a alguien. Más cuando se trata de la actitud de Dios hacia el pecado, sólo una palabra fuerte como ésta trasmite adecuadamente el concepto correspondiente.
Refiriéndose a diversos pecados de Israel, Dios dice: “Porque todas estas son cosas que aborrezco” (Zacarías 8:17). El odio o aborrecimiento es una emoción legítima cuando se refiere al pecado. De hecho, cuanto más santos nos volvemos, tanto más aborrecemos el pecado.
David dijo: “De tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he aborrecido todo camino de mentira” (Salmo 119:104). Ahora bien, si esto es cierto en cuanto a un hombre, cuánto más referente a Dios. Al ir adquiriendo mayor santidad, va aumentando nuestro aborrecimiento hacia el pecado; y Dios, que es infinitamente santo, siente un aborrecimiento infinito hacia el pecado.
Con frecuencia decimos que “Dios odia el pecado pero ama al pecador”. Esta es una bendita verdad, pero con harta frecuencia recitamos rápidamente la primera parte, para llegar a la segunda.
No podemos eludir el hecho de que Dios aborrece nuestros pecados. Podemos tomar livianamente la cuestión de nuestros pecados, o justificarlos, pero Dios los aborrece.
Por consiguiente, cada vez que pecamos, hacemos algo que Dios aborrece. Aborrece nuestros pensamientos lujuriosos, nuestro orgullo y nuestros celos, nuestros desplantes temperamentales, y el razonamiento falso de que el fin justifica los medios. Tiene que hacerse carne en nosotros el hecho de que Dios aborrece todas estas cosas. Nos acostumbramos tanto a nuestros pecados, que a veces caemos en un estado de coexistencia pacífica con ellos; pero Dios no deja de aborrecerlos jamás.
Tenemos que cultivar en nuestro propio corazón ese mismo aborrecimiento hacia el pecado que tiene Dios. El aborrecimiento al pecado como tal, no simplemente como algo que nos molesta o nos vence, sino como algo que desagrada a Dios, ésta es la base misma de toda santidad verdadera.
Tenemos que cultivar la actitud de José, que cuando fue tentado dijo: “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” (Génesis 39:9). Dios aborrece el pecado dondequiera que lo encuentre, tanto en el santo como en el pecador por igual. Dios no aborrece el pecado en unas personas, para ignorarlo en otras. Juzga las obras de cada cual imparcialmente (1 Pedro 1:17).
Más todavía, los ejemplos bíblicos indican que es posible que Dios juzgue los pecados de los santos con más severidad que los del mundo. David fue un varón conforme al corazón de Dios (Hechos 13:22), y no obstante, después de su pecado contra Urías, le fue dicho: “Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada” (2 Samuel 12:10).
Moisés, por un solo acto de incredulidad, fue excluido de la tierra de Canaán, a pesar de sus muchos años de servicio fiel. Jonás, por su desobediencia, fue arrojado a la horrible prisión en el vientre de un pez gigante, donde estuvo tres días y tres noches, a fin de que aprendiera a no huir del mandato divino.
Debido al carácter engañoso de nuestro corazón, algunas veces jugamos con la tentación, abrigando la idea de que siempre es posible confesar y pedir perdón posteriormente. Este modo de pensar resulta sumamente peligroso. Dios juzga sin parcialidad. Jamás pasa por alto ningún pecado nuestro.
Jamás toma la decisión de no molestarse, aunque se trate solamente de un pecado pequeño. No — Dios aborrece intensamente el pecado, dondequiera y cuando quiera que lo encuentre.
La contemplación frecuente de la santidad de Dios y de su consiguiente aborrecimiento del pecado, constituye un arma poderosa contra la tendencia a jugar con el pecado. Se nos insta a vivir la vida en la tierra como peregrinos, con reverencia y temor (1 Pedro 1:17). Desde luego que el amor de Dios para con nosotros, manifestado por Jesucristo, debe constituir la motivación principal para buscar la santidad. Pero una motivación urgida por el aborrecimiento de Dios hacia el pecado y el juicio consiguiente sobre el mismo, no es menos bíblica.
La santidad de Dios constituye un nivel sumamente elevado; un nivel de perfección. No obstante ello, ese es el nivel que nos pide. No puede hacer otra cosa. Si bien es cierto que Dios nos acepta únicamente en mérito a la obra de Cristo, el nivel que Dios nos exige en el desarrollo del carácter, de las actitudes, de las acciones y de las manifestaciones de afecto, es éste: “Sed santos, porque yo soy santo.” Si queremos crecer en santidad, tenemos que tomar en serio esta admonición.

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